20 septiembre 2011

Autodidacta

      Ella aprendía de la vida sin diccionarios ni maestros. Observaba los movimientos, leía las noticias, analizaba comportamientos. Programaba su aprendizaje metódicamente, al detalle, con ahínco y tesón. Sus errores resolvían sus antiguas dudas, sus triunfos abrían paso a nuevos conocimientos. Nada se resistía a sus locas ganas de saber. La noción que ella tenía de la vida había sido cultivada puntual y celosamente. No se apoyaba en mentores ni en falsos profetas, escapaba de modas pasajeras y de la vida ociosa. 

   Era como una muñeca a la que nunca se le terminaba la cuerda, la movilidad, el raciocinio en soledad. Era envidiada por filósofos e intelectuales, odiada por alocadas y estancadas maniquíes, amada por todos los que buscaban el sentido de la vida entre libros y pensamientos. Ella era la reina de la educación y sus discursos llenaban de verdad y de buen juicio sus autónomas ideologías, sus versos perfumados. Hilaba sus argumentos con tanta elegancia que la cultura anidaba hechizada en la comisura de sus sabios labios. Nadie sabía que ella tenía sus tristezas ocultas bajo llave en el alma y que, para que no la consumieran en momentos de calma, debía dar cuerda a su espalda, sentido a su vida, movimiento a su alma. Ella aprendía así de la vida, de una forma especial, a través de la búsqueda y de la asimilación individual, de la autodisciplina y la investigación. Era única, era autodidacta.

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