Parecía el yerno perfecto. Un hombre atractivo, con don de gentes, ex medallista olímpico. Por ello, la opinión pública se estremeció a finales del año pasado, cuando el nombre de Iñaki Urdangarín apareció en el sumario de Palma Arena (presunta trama de corrupción en las Islas Baleares con una treintena de políticos y cargos ejecutivos imputados). Es el primer miembro de la monarquía implicado en un caso judicial.
La expectación mediática gira en torno a la pieza número 25 del caso Palma Arena, la Operación Babel, más conocida como el Caso Urdangarín. La Fiscalía Anticorrupción acusa al Instituto Nóos, asociación sin ánimo de lucro y relacionada con la organización de eventos deportivos (presidida por Urdangarín entre 2004 y 2006), de apropiación de dinero público (nada menos que 5,8 millones de euros) pagado por el gobierno balear y la Generalitat Valenciana entre esas fechas, así como de la creación de sociedades mercantiles fantasma a las que desviar estos fondos.
La institución monárquica se resiente y el Rey Juan Carlos se desvincula sutilmente de las presuntas actividades delictivas de su yerno, al calificar su conducta de “poco ejemplar” y de especificar en su discurso navideño que “la justicia es igual para todos”. En su declaración ante el juez, el duque de Palma afirmó no saber nada. Ni del paraíso fiscal de Belice. Ni del funcionamiento de la gestión administrativa de Nóos. Ni de facturas ni documentos. Ni de la contabilidad ni relaciones entre sociedades contenidas en el sumario. Nada de nada. Comparecía para, según sus propias palabras, “demostrar su inocencia y defender su honor” pero se ha limitado, en un interrogatorio que ha durado veintidós horas, a la negación y el desconocimiento. La pelota en el tejado de su ex socio, Diego Torres, experto en estrategia empresarial y para muchos, el cerebro de las operaciones fraudulentas.
Es lamentable que un hombre que lo tenía todo en la vida y que gozaba del cariño de la Familia Real y del respeto de los ciudadanos vea mermada su reputación y seriamente perjudicada su credibilidad por unos negocios corruptos. Y es la mejor excusa para apedrear a la Casa Real, el punto débil de una monarquía hasta hoy muy bien valorada. Es muy cómodo acrecentar el patrimonio personal a costa de ser un personaje público y utilizar la vinculación con la Corona para cometer irregularidades y jugar con el dinero público. Su imagen desmejorada es consecuencia de los varios delitos en los que podría haber incurrido derivados de sus actividades empresariales: malversación, desvío de fondos públicos, tráfico de influencias y falsedad documental. Delitos que pueden traducirse en 15 años de cárcel.
A la Monarquía no le quedará más remedio que pronunciarse, lanzar un comunicado cuando se conozca la decisión del juez. En la balanza queda de un lado el individuo y de otro la democracia y la vinculación del Rey con su Estado de Derecho. Los españoles esperan justicia. Que se juzgue a Urdangarín como ciudadano. Nada de privilegios ni impunidad.
Era el yerno perfecto. Pero cuando su figura fue retirada del Museo de Cera de Madrid y apartada de la Casa Real, Urdangarín se quedó en eso, en apariencias, pura fachada. Y la Zarzuela temblando, pensando que opinarán los juancarlistas del asunto, con el consorte ideal imputado y los graves efectos colaterales para una institución a la que no le ha quedado más remedio que rendir cuentas. Y la ambición una vez más como telón de fondo de una historia de corrupción y desfalco en una España en plena crisis económica y con los indignados esperando a que una justicia, alejada de protocolos y vínculos nobiliarios, juzgue a todos por igual.
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