Recuerdo la primera vez que escuché hablar del Plan Bolonia. Fue en mi primer año de universidad, con 18 añitos. Un tumulto de estudiantes se manifestaban con pancartas y gritaban “No al Plan Bolonia”. Mientras avanzaban por el campus, su sintonía de guerra gritaba: “Di no al Plan Bolonia, porque la Universidad somos todos”. En esos momentos me sentí perdida, desorientada, desnuda ante la vida universitaria que, muy a mi pesar, parecía quedarme demasiado grande.
Fue dentro de este contexto social de incipientes movimientos anti-Bolonia (que con los años se transformarían en verdaderas movilizaciones contra el futuro inminente del sistema universitario) cuando decidí preguntar, investigar, averiguar, documentarme. Necesitaba contar con fuentes fiables e información certera para poder opinar, valorar, juzgar, criticar. Porque desconocía que era eso a lo que todos llamaban Plan Bolonia y estaba aprendiendo a vivir de las noticias, de la conexión con los acontecimientos, de la empatía y el factor humano. Y creo que debemos involucrarnos en cierta medida con aquello que nos afecta de forma directa o indirecta. O por lo menos, ser capaces de dar una opinión coherente con nuestro sistema de valores y con nuestra propia concepción de la vida. Porque el saber no ocupa lugar. Así se inició mi relación con el polémico Plan Bolonia y su rechazo radical por colectivos my importantes de estudiantes, profesorado y personal administrativo de las universidades españolas.
De forma resumida, puede hablarse de un profundo proceso de reestructuración del sistema universitario nacional (no es lo mismo que reforma) con el objetivo de fomentar la libre circulación de estudiantes. El Plan Bolonia encuentra sus orígenes en la Declaración de la Soborna de 1998 y en la posterior ratificación de la Declaración de Bolonia de 1999, (ciudad italiana de la cual adoptó su nombre), por 29 países de la Unión Europea. Los nuevos estudios están compuestos de tres niveles: el título de Grado, que capacita para la inserción laboral, y el denominado Posgrado que abarcaría el título de máster y/o el título de doctorado, destinados a una formación con mayor grado de especialización.
Su funcionamiento parte de la base del Sistema Europeo de Transferencia de Créditos: el crédito europeo medirá el volumen o carga del trabajo total que los estudiantes deberán superar (1 crédito europeo representa entre 25 y 30 horas de trabajo, incluidas prácticas, seminarios, horas de estudio y realización de trabajos y exámenes), frente al crédito tradicional que representa el número de horas que un profesor imparte (1 crédito actual corresponde a 10 horas lectivas). A ello se añaden otras novedades como el trabajo fin de grado (aún sin catalogar) o el Suplemento Europeo al Título, documento que proporciona una información personalizada de los resultados académicos obtenidos por el alumno y el nivel de su titulación en el sistema nacional de educación superior.
El Plan Bolonia implica, en fin, un nuevo modelo de transmisión de conocimientos donde se exige al profesorado, hasta ahora inmerso en el tradicional método de las clases magistrales, una implicación activa en el sistema a través de las evaluaciones continuas, la preparación de seminarios o la tutorialización.
En el curso académico 2010/11 todas las universidades han completado el círculo porque este año terminaba el plazo para la adaptación de las diferentes titulaciones (si bien es cierto que aún queda grados pendientes de verificación) y en pleno desarrollo del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), en el que están involucrados 45 países europeos, los estudiantes anti-Bolonia siguen dando guerra.
Porque la unificación de la educación superior, dicen algunos, es un cuento chino, un engaño manifiesto, la mayor lacra a la que se ha enfrentado la universidad pública en toda su historia. Os explico las razones (…)
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