Sin miedo a amar, con las alas abiertas. Sin miedo a volar, con el odio en las afueras. Ya no puedo marchitarme porque he vivido demasiado tiempo entre espinas. Conozco el desencanto que deja la traición, la indolencia de unos brazos desagradecidos, las cenizas de un beso que se consumió. He sobrevivido al dolor y a la soledad, no es tiempo de vivir con caretas. La sombra de la duda ha quedado adormecida en mi interior, en una colección de ayeres marchitos, de otro sabor. Hoy vivo aferrada a una sonrisa, a unos labios más justos, a unos dedos más comprensivos. No hay culpabilidad ni pétalos grises. Mis mañanas se me antojan rosas y perfumadas, ajenas a un vocabulario desangrado que se llevó todas las palabras que merecían la pena. Sin miedo a sentir, con el corazón desarmado y el engaño envuelto en papel de seda, cuidando su esencia para no repetir los errores pero negándome a ver sus ojos de cerca, para no volver a caer en el temor de perder, en el error de convertirme en víctima de un hombre cruel. En el muelle de una playa lejana compartí mis penas y escupí mis lágrimas y en su arena, junto a la orilla, una rosa agonizaba sin saberlo, esperando mi llegada y conservando aún su belleza, su esplendor, su esperanza… con ganas de sentirse amada.
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