Nunca imaginé encontrarla allí, en aquella estación de tren. Fue como si de repente esos quince años que habían separado su destino del mío se convirtieran en cenizas. Pero el olvido no sabe de penas ni de viejas heridas. Yo, en cambio, soy un mendigo de caricias, errante soñador, valiente para gritar mi amor, cobarde para defenderlo. Me doy cuenta de eso todos los días, veo mi fracaso reflejado en las caras de otras mujeres, todas ellas extrañas, lejanas, inaccesibles. ¡Acaso si me resultase más fácil enterrar el pasado!
Apenas podía reconocerla. Había perdido toda su grandeza. Hace años fue mi mitad, mi fuerza, mi complemento. Era lo que yo hubiera sido si me hubieran dejado. Pero al verla entre tanta gente apresurada que iba y venía, me bastó su expresión cansada para darme cuenta de que su vida no había transcurrido como ella hubiese deseado.
Me pregunté, como lo hago ahora, si ella me recordaría en otros besos, si mi nombre sería murmurado alguna vez por esos labios de miel que otra vez, después de tantos años, hubiese deseado probar. Ella estaba ligada a mi infancia, a mis alegrías, a esa clase de amor que de tan puro puede ser derrotado. Lo primero que distinguí fueron sus ojos, ingenuos y frágiles, y tan profundos como el abismo que nos separó. En ellos latía la impaciencia y esa forma de fruncir el ceño me recordó una de nuestras antiguas peleas.
La fría y despiadada trama que se urdió contra nosotros fue tan bien construida que ambos caímos en esa red de engaño y nos dejamos arrastrar por unas mentiras que nos dejaron indefensos ante los demás. Después de amarnos tanto no fuimos capaces de decir que no a todo, de fugarnos aquella triste primavera, de creer en la fuerza de nuestro amor y utilizarla como arma contra el mundo. Ambos fuimos como la luna y el sol, esperando ese eclipse milagroso que nos uniera, que nos permitiera desmentir tanta calumnia. Cartas envenenadas, ecos de voces que difaman y unas órdenes bastaron para provocar esa separación. Nunca sabrá la rabia ciega con la que asumí su boda, al volver de aquel viaje, al comprender que su familia y la mía no habían dejado ningún cabo suelto que nos permitiese volver a estar juntos. Acaso ella sepa, como yo, de las mentiras de las que fue objeto. Tampoco después me animé a hablar porque no tenía ningún derecho a destruir su nueva vida, el comienzo de mi lenta caída, de mi temprana muerte. Y desaparecí para siempre.
Y ayer, gracias a una de esas extrañas casualidades de la vida, pude volver a ver ese pelo negro en cuyo aroma tantas veces me perdí, en aquellas noches, en aquellas lejanas noches. Y fue tan grande mi deseo de rodearla con mis brazos que me acerqué unos pasos. Y el pasado volvía y me condenaba.
Cuando crecemos algo se nos desprende. Ya no me siento capaz de confesar mis equivocaciones a una silla vacía, ya no creo, como antaño, que la muerte sea una mentira. Porque mi muerte fue real, no en sentido metafórico sino espiritual; una parte de mi murió el día en el que perdí a esa mujer. Teníamos derecho a nuestro amor pero la vida no es siempre generosa con los enamorados. Siempre soñé con cambiarlo todo pero al final viví de otra manera. Me asustaron las circunstancias, no supe luchar por aquello que amaba. Nunca lo vi tan claro como hace unas horas en aquella estación pérdida en la nada, cuando ella sacó del bolso los desgastados guantes marrones que yo la regalé en otra vida y comenzó a introducirlos en sus delicados y entumecidos dedos. Y el recuerdo de su desnudez y del sabor de su dulce piel lo borró todo; el resentimiento, la impotencia, el frío que se colaba por las rendijas de las cristaleras y me rodeaba como un halo espectral.
Ella se giró y cuando su mirada se encontró con la mía, reconociéndome, el hielo en mis manos y en mi alma se convirtió en un fuego callado pero insistente, que reavivó la pasión tantas veces contenida. Me dolió ver en su rostro tanta tristeza, en su forma orgullosa de levantar la cabeza tanta incomprensión. Pero también supe que no me había olvidado. Ahí mismo, aunque sin moverme ni dar muestras de ello, caí a sus pies. Imposible frenar la atracción entre los dos. El tiempo me volvía a ver, ironías de la vida, amándola otra vez, esta vez en silencio, de una forma distinta, con una furia implacable pero resignada. Y al verla agarrar con determinación su maleta supe que de vez en cuando los errores que cometimos volverían para atormentarnos. Tal y como una vez su familia y la mía me robaron la mejor edad, también ahora el sonido del tren a lo lejos me quitaba esos segundos eternos que me hubiera gustado silenciar. El tren paró frente a ella y antes de buscar una de sus puertas me besó con su mirada cristalina. Aquél no era mi tren, imposible, ya que nuestras almas estaban irremediablemente condenadas al exilio mutuo, a la incoherente lejanía.
Resignación. No obstante, tuve ganas de romper con todo, con la distancia física entre ambos tristemente impuesta por la vida. Pero me quedé quieto, como una mariposa condenada a aletear sin vacilaciones entre todas las miserias humanas. Para cuando me di cuenta, ella, la mujer a la que di mi mundo de sueños y esos besos que no equivocan, ya estaba lejísimos.
Ayer comprendí que el amor tiene el poder de curar...
Ayer comprendí que el amor tiene el poder de destruir.
Todo ello ocurrió mientras los transeúntes iban y venían, ajenos a mi figura solitaria y a esa ola de amor perdido que inundó con su nostalgia y su pasión prohibida aquella estación de tren.
Para todos los que ha vivido un amor imposible... y han sobrevivido a ello.