¿Hasta dónde llega la vigilancia en la sociedad? y ¿hasta qué punto es legítima? En la actualidad, una vez salimos del portal de nuestra casa (incluso a veces nada más salir por la puerta de casa aún dentro del portal) estamos sometidos a una vigilancia constante de la que tal vez no somos conscientes (o no queremos serlo): cámaras en el metro, en los cajeros automáticos, en los centros comerciales...
¿Realmente las cámaras velan por nuestra seguridad o podríamos decir que invaden nuestra intimidad? Hoy día, estamos sometidos a una observación completa y constante desde que salimos por la puerta de nuestra casa hasta que volvemos a entrar. Esta vigilancia nos impide ser completamente libres, ya que nos observan continuamente. ¿Dónde está entonces la libertad? Lógicamente, podemos decir que en los lugares en los que podemos ser no vistos. Sin embargo, ¿cuáles son esos lugares?, ¿nuestra propia casa? Puede que eso no sea del todo cierto. Cuando navegamos por Internet, somos vigilados; cuando ponemos la televisión pueden saber que canales vemos; cuando hablamos por teléfono saben a quién hemos llamado y cuanto tiempo hablamos....
¿Debemos encerrarnos a caso a cal y canto en nuestras habitaciones sin televisión, sin teléfono, sin ordenador, y bajar las persianas por completo para ser libres? Quizá eso sea la libertad, pero ¿qué grado de libertad supone estar encerrado en una habitación?, ¿No es acaso lo mismo que la celda de una prisión?, ¿supone esto que la libertad de la que tanto hablamos y por la que tanto luchamos no existe?
“El poder de un ojo o el ojo del poder: abarcar con la mirada el mundo, todo el mundo, es el símbolo de aquel que todo lo puede, pues los límites de su mirada coinciden con los límites del mundo. [...] El poder de ese ojo que nos vigila es inmenso. Pero lejos de rebelarnos, ¿qué sucede? Algo que sin duda habría sorprendido a Bentham: instalados sobre un inmenso panóptico, reproducimos a pequeña escala esos mismos mecanismos de poder, nos situamos como vigilantes frente a la pantalla del televisor y observamos programas en los que se pone a la vista del espectador la vida cotidiana de otros. El aliciente del ser vivo más vigilado del planeta es... ¡ser a su vez vigilante de su vecino! Renace descarnado el voyeurismo. La manipulación de ese deseo antiguo de ver sin ser vistos nos descubre que, al fin y al cabo, el poder se mueve a sus anchas gracias a la pasividad de sus súbditos, entregados a ese mismo juego que otros utilizan para controlarle. Todo queda en casa”. (Agustín Ijalba, escritor)
El ojo del poder persuade y termina convenciendo a la sociedad, inmersa en el espionaje y el deseo de ver y conocerlo todo acerca de los otros. No queremos ser vigilados pero nos gusta vigilar. Nos movemos en una espiral que repite la estructura del panóptico y no nos damos cuenta de que, paradójicamente, vigilamos a los otros en nuestro espacio privado. La resistencia que podemos mostrar ante el sistema vigilante se derrumba por sí sola porque formamos parte de él y le alimentamos con nuestro voyeurismo. Nos convertimos en una especie de Winston y renunciamos a la lucha porque terminamos reconociendo, como el protagonista de 1984, que amamos, necesitamos o no podemos escapar del hechizo del Gran Hermano.
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