Las veía pasar cada sábado y me quedaba prendada de su locura y de su perversa y ficticia pose, de sus risas de cristal y de su piel irisada. Siempre a la moda, siempre a la última, siempre preparadas para eclipsar. Dicen que quemaban sus noches de juerga entre copas y desconocidos, que coqueteaban con la cocaína y que despertaban en brazos extraños. Olvidaban todo, hacían barrido y cada sábado era una primera vez. Hay quien dice que volvían desorientadas y que deambulaban sin rumbo fijo, perdidas en su propio mar de contradicciones, con sus melenas descolocadas y el rímel corrido, sin más deseo que el de olvidar algo que ya no recordaban y dormir hasta que la luna volviese a vestirse de gala para ellas. Por dentro estaban malheridas pero salían de caza igualmente. Quizá ellas fueran la única presa. Lo cierto es que yo nunca las vi volver. Siempre coincidía con ellas al nacer la noche y en algún lugar del camino, se producía un cruce de miradas. Mi admiración se perdía en sus alocadas palabras porque cuanto más se aproximaban a la luz de las farolas más brillo perdían. Su magia envolvía sus ojos con los míos pero mi admiración no llegaba más allá de sus escandalosas conversaciones. Imposible el cruce de caminos porque su senda no era la mía...
Eran malas, malísimas. Salían de caza cuando la luna ya estaba vestida de gala para ellas y las estrellas derretían su fuego desde lo alto, haciendo más deslumbrantes sus largas melenas. Por dentro estaban malheridas pero salían a matar porque la sangre de sus almas desgastadas se confundía con el rojo de sus labios carmín, siempre dispuestos a comerse la noche, unos labios carmín que olvidarían sus magulladuras y sus errores imperdonables al salir el sol.
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