Dicen que si uno escribe para sí mismo es porque tiene talento. Confieso que condené todos mis antiguos escritos porque siempre he sido muy autocrítica. Lo único que me hace conservarlos es el hecho de que siempre hay alguien que los rescata del cajón y los relee, y hasta se emociona. Han sido varios años de sequía pero mi pluma conserva indemne su tinta y pide constantemente explicaciones a esta ridícula cenicienta. Mi sexto sentido late impaciente bajo la piel. Considero que estoy en la edad más difícil de todas. Demasiados años para recuperar el adjetivo de adolescente pero no los suficientes para quedar anclada en la cordura de la madurez adulta.
Abro este pequeño rincón de reflexión (el cual también condenaré dentro de unos años, lo sé) con la licencia que me otorga la vida, con la experiencia que me da el recorrido andado y con el beneplácito de todos los que han soñado, se han enamorado, han fracasado, han olvidado, han amado, han sufrido, han llorado, han vencido, han esperado.
Mi reinado particular comenzó hace muchos años y el sentido común les impide a hermanastras y brujas disfrazadas robarme mi corona. Mi apellido me avala, mi trayectoria me redime de cualquier error pasado. Sin embargo, recuerdo mis quince años. También serían tus quince años. Ingenua, insatisfecha, derrotada. Ridícula cenicienta. Esa era yo.
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