¿Cómo explicar el significado cultural y revolucionario de la movida madrileña, el cine español de los suburbios o la maternidad más descarnada sin hablar del director manchego? Pedro Almodóvar está considerado, hoy día, como uno de los pioneros de la modernización de la cinematografía española. Su trabajo desciende de una herencia centenaria de todo aquello que es convencional, artificial y fetichista en el séptimo arte. Sus orígenes en la conservadora y rural La Mancha y su migración a Madrid a tiempo para ser testigo de las nuevas libertades de la España democrática, han dejado huella en su vida y en sus películas. Escondido tras sus coloridos y alocados personajes, se encuentra un hombre discreto, sencillo, perfeccionista, exigente, admirador de las mujeres y defensor de un amor irracional. Fruto de una constante curiosidad que le acompaña desde niño, el cineasta ha creado historias rupturistas y, en ocasiones, incomprendidas por la crítica. Es la encarnación más auténtica del desequilibrio emocional femenino y las relaciones personales tempestuosas.
Almodóvar es sinónimo de humildad personal, de osadía artística, de agnosticismo extremo, de subversión cómica. Su carácter pasional le hace describir al amor como “un sentimiento que se adueña de ti, que te domina, que te llena. Una posesión absoluta que lo determina todo” y su descarada sinceridad le permite expresar públicamente que él es “un director que trabaja de espaldas al mercado y con absoluta libertad e independencia”. El contexto cultural que le tocó vivir, lleno de cambios y aperturas, conformó ineludiblemente su enfoque de la vida. A simple vista, se podría pensar que queda poco ya del Almodóvar de la década de los 80, aquel joven que alternaba su trabajo con sus primeros cortometrajes, bebía de la movida madrileña y aparecía enfundado con medias y liguero cantando junto a Fabio McNamara “Quiero ser mamá”, o dirigiendo esos guiones locos de la modernidad: monjas cuidando de un tigre, asesinato de un marido con un jamón... Para comprender la personalidad de Pedro Almodóvar, es necesario atreverse a indagar en una vida marcada por una infancia humilde en una zona rural, atrapada entre viejas tradiciones y una religiosidad exacerbada, y por un descubrimiento de la gran urbe, Madrid, en plena transición política.
El más conocido director contemporáneo español nace el 25 de septiembre de 1951 en Calzada de Calatrava (Ciudad Real), un pueblo de La Mancha. “Yo soy Manchego, y en La Mancha la vida no tiene sentido. Hay una cosa en la que no puedo estar de acuerdo con mis paisanos: en sus vidas, la ausencia de placer es total, absoluta”. Así describe Almodóvar su tierra natal. Se trata de la parte rural de España, donde las influencias modernas agarran muy despacio. Incluso con la penetración de los medios de comunicación en esta región, el modo de vida y la mentalidad difícilmente se transforman. Su padre, Antonio, arriero de profesión, se dedicaba al transporte de vino desde Calzada a Jaén. Su madre, Francisca, tuvo cuatro hijos: María Antonia, Agustín, María Jesús y Pedro. Cuando Almodóvar cumple ocho años, la familia se traslada a vivir a Cáceres, lugar en el que estudia la primaria con los salesianos y el bachillerato con los franciscanos. Es un niño silencioso, observador, que se impregna de esas tertulias femeninas protagonizadas por la gente humilde de pueblo y cuyo universo reproduciría después con un detallismo obsesivo en sus películas. En Cáceres canta en el coro y cree que su deseo de ver las películas basadas en las obras de Tennessee Williams es un auténtico pecado.
En aquella provincia se enamora del cine y de mitos como Alfred Hitchcock, Vincente Minnelli o Rita Hayworth. “De pequeño recuerdo que les contaba las películas a mis hermanas. Las reinventaba, realmente estaba haciendo mi propia adaptación, y a mis hermanas les gustaban más mis versiones infieles y delirantes que la película original”. Junto al descubrimiento del cine y la convivencia diaria con el cosmos femenino, la cultura religiosa obligada en un colegio de curas y el horror que experimenta entre aquellas paredes, le marcan a fuego y le arrastran al agnosticismo más desgarrado: “te educaban en la represión. Había acoso y abuso de poder”. Sin embargo, él mismo ha confesado que “aunque no sea practicante, ni me sienta católico, en el fondo la religión está presente en mi vida. A veces incluso le he rezado a ese mismo Dios en el que no creo”. Por aquella época, su autoritario padre tiene otros planes para él, pero Almodóvar decide escapar de sus raíces y asentarse en Madrid. Casi cuarenta años después, confiesa que no fue exactamente el hijo que esperaba aquel padre a la antigua, que falleció sin ver triunfar a su hijo. “Mi padre no entendía en absoluto lo que yo había hecho con los veintitantos años de vida, no entendía que me dedicara al cine”.
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